El doctor Pestelius tuvo que ponerse doble máscara. No por el virus ni por la peste, sino por el hedor de la desgracia que recorrió el Boulevard Colosio en Cancún, donde una familia de Cuauhtémoc, Chihuahua, terminó su historia en una mañana húmeda y resbaladiza. Qué ganotas de la vida de ensañarse así: una maestra con 40 años de docencia, su esposo, su hijo, su nuera, dos bebés y un joven más, todos apagados de golpe en una colisión que parece escrita con pluma oxidada.
La crónica oficial dice que una camioneta gris, con más ímpetu que prudencia, perdió el control en pavimento mojado y brincó al carril contrario. De frente se encontró a la Avanza blanca rentada por la familia. Y ahí, el choque brutal: la volcadura, el crujido de metal y el silencio eterno.
Cuauhtémoc llora a Martha Elena Ochoa Téllez, maestra que se volvió mito; a su esposo Agustín Simental, a su hijo Francisco Gabriel, a Erika Lizeth, a los pequeños Francisco Gabriel y Dandará. Los homenajes en redes sociales no alcanzan a tapar el bubón mediático: la precariedad de las carreteras, la negligencia vial y la fragilidad con que se disuelven las vidas.
Y el pestilente recordatorio se instala: Cancún presume paraíso, pero también sabe sembrar tumbas. El Colosio se volvió altar improvisado de una familia que viajó a celebrar, y regresará en féretro. Que alguien me avise si la Vía Corta a Parral ya aprendió algo, porque la peste sigue oliendo lo mismo: tragedias que todos lloran, pero nadie previene.